Desde su aparición en el complejo cósmico, el planeta tierra ha sufrido un movimiento contínuo que dejó explícito el griego Heráclito al expresar que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río puesto que aunque el río sea el mismo, las aguas están continuamente cambiando. Y nuestro poeta Machado también dejó dicho que no hay camino fijo, sino únicamente el que vamos haciendo al andar.
No hay inmovilismo en el bloque terráqueo sino un flujo renovado de etapas que han ido produciendo un sin fin de fases, cada una diferente a la anterior y con sus características propias. Desde el Pleistoceno hasta la aparición del ser humano se han ido sucediendo fenómenos múltiples como las llamadas glaciaciones, el movimiento de las fosas tectónicas,o la desaparición de especies, como los dinosaurios entre otras
Avanzada la fase humana surgieron, en el maremagnum bélico que el hombre, desafortunadamente propició nuevos factores negativos que acabaron por llamarse pandemias.
De entre las muchas que la humanidad ha debido resistir se encuentran la peste negra, la variola virus o de la viruela, la del sarampión, la peste bubólica, la gripe de 1918 o española, la del sida y en la actualidad el corona virus, que desde primeros de este año 2020 habita entre nosotros como un sanguinario compañero de viaje.
Todo ha cambiado desde entonces. No solo el condicionamiento exterior en forma de alarma o encierro, sino la misma forma de trato entre humanos que ha pasado a ser una especie de pantomima (juntar los codos) perdiendo el tradicional abrazo. Hasta las familias más directas se saludan con una ligera mirada entre ellas como si en lugar de tener en frente al padre, hermano o abuelo, tuviesen a un inspector de hacienda.
Los viajes han remitido, o como mucho han cambiado de ruta. El avión es un peligroso agente de contagio y se observa como un enemigo incluso por quienes lo utilizaban a diario. Las reuniones, hasta las familiares, están cuantificadas, los paseos estudiados, y la calle es un espacio fantasmagórico repleto de seres enmascarados que caminan con artificio desde el sudor y la profundidad de sus mascarillas obligatorias.
Ya no somos los que éramos. Más o menos sutilmente hemos debido cambiar para adaptarnos a este mundo nuevo que se nos presenta agresivo e indomable. El contagio está encima de nuestras cabezas como la nueva espada de Damocles y pocos están hoy seguros de su integridad.
Es una batalla silenciosa pero dura en inflexible. Los abuelos miran con recelo a los nietos, los padres a los abuelos y así en una lista larga de posibles propagadores de un virus cuyo poder es superior infinitamente a las temidas armas nucleares.
Estamos en sus manos porque han conseguido por encima de todo lo más importante: introducirnos el miedo. Con él en el fondo de nuestro ser, todo es posible porque los parámetros vitales se destruyen y nos encontramos a la deriva. Todos los factores que formaban parte de nuestro ser común se transforman en inútiles en un momento como éste. Dinero, armas, contactos, afectos, comodidades o medicinas resultan infructuosas ante un enemigo invisible cuyo poder reside en el interior de su genoma molecular.
Obligados a cambiar lo único que podemos hacer es recordar con nostalgia lo perdido y si acaso, guardar un átomo de esperanza en el fondo de nuestra mente y nuestro corazón doloridos.
Puede que exista en algún lugar también invisible un proyecto de hombre posterior al corona-virus. Alguien nos tendrá que enseñar de nuevo el arte del abrazo. Ana María Mata
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