Francisco Moreno- Marbellenses- Decadencias

A nadie le gusta hablar de estos temas. Solemos mirar a otro lado sin querer aceptar la dura realidad. La decadencia es parte de un ciclo, un signo de los tiempos. Es ir a menos, andar despacio y latir peor, siempre añorando un pasado espléndido; pura nostalgia a la que deseamos aferrarnos y síntoma más evidente de que el ocaso se manifiesta.Sucede en la vida con arrugas, achaques y movimientos cada vez más torpes. Ocurre en la historia de auges y caídas de imperios, en ciudades que declinan, en todo lo viejo que inexorable carcome su vigor.

                En España entendemos de decadencias, las llevamos incrustadas, donde no se ponía el sol llegó la oscuridad mientras escribimos orgullosas historias de perdedores. Pasamos del gris de la dictadura al color de la democracia, llegaron los fondos FEDER y los caminos carreteros fueron autovías, los añejos RENFE dieron paso a los vertiginosos AVE, las ciudades crecieron y crecieron, una clase media feliz se hipotecó hasta las cejas para tener una bonita casa adosada, comenzamos a viajar al extranjero y vimos el turismo desde el otro lado.

                Marbella tiene una azarosa historia, no hay nada extraño, no somos especiales ni distintos. Sufrimos decadencias como prosperidades. Buscamos la estabilidad, creemos tenerla y nos azota inmisericorde una nueva crisis; renacemos y crecemos hasta que volvemos a caer. Es una ciudad que no depende de sí misma, no hay base económica ni social que nos sostenga en épocas de carestía. Cae el mercado internacional y nosotros con él.

                Es curioso repasar las crisis turísticas para comprender lo frágiles que podemos llegar a ser. Vivíamos los felices 60 de desarrollismo franquista, tiempo de los Seat 600, de apertura al exterior, los primeros turistas y la feroz especulación costera hasta que en 1973 la OPEP subió el precio del petróleo como represalia al apoyo del mundo occidental a Israel. La inflación se disparó, los turistas dejaron de venir y un paisaje de grúas paralizadas y esqueletos de hormigón nos devolvió de golpe a una realidad que no entendíamos.

Habíamos perdido el glamour. El turismo americano comenzó a decaer hasta prácticamente desaparecer. La Jet Set, los súper famosos, los aristócratas europeos dejaron de venir, muchos vendieron sus casas. Dejamos de ser ese fantástico lugar donde para cualquier personaje era imprescindible venir para deslumbrar. Nos quedamos con el turismo nacional, el de la segunda vivienda, andaluces y castellanos de las ciudades de interior que pasaban su agosto en bañador.

                Nos dirigimos al turista europeo, al británico y al alemán, les ofrecimos viviendas a bajo precio, seguridad, sol y Cruzcampo, construimos hoteles, apartahoteles y apartamentos turísticos junto a toda una ostentación de campos de golf y temblábamos cada vez que se hablaba de la competencia de la costa Adriática, de Turquía y del norte de Marruecos, nuevos destinos más baratos aún. Dependíamos de los tour operadores, de las campañas publicitarias a la vez que bajábamos los precios de los hoteles con semana “todo incluido” tan barata que resultaba bochornosa. La horda dorada de Louis Turner y John Ash explica estos procesos mundiales y su inconsistencia.

                Nos subordinamos al capricho de los mercados, vinieron los árabes, (los mismos que años antes nos sumieron en una crisis brutal), con sus babilónicos palacios que arrasaban con todo. Les vendimos nuestras joyas hoteleras. Los escaparates se llenaron de grafías nasji y se abrieron sucursales bancarias de los países del Golfo. El neoárabe alhambrista de alfices, celosías y cúpulas Disney se hizo tan común que nos sentimos muy identificados, pero dejó de venir el rey Fahd y ya nada fue igual.

Vinieron los rusos, hijos de la Perestroika, de villas neobarrocas ostentosas y pocos años antes los jóvenes italianos que llenaron nuestros puertos en busca de contactos sexuales ¿lo recuerdan? Apostamos por el turismo asiático, potente y con gran poder adquisitivo del que apenas vimos respuesta, pero finalmente decidimos que era mejor fomentar el turismo residencial, el de los jubilados de la Europa del norte, la supuesta panacea del turismo estable. España se convertía en asilo de Europa, proceso bien estudiado en el libro de Francisco Jurdao y María Sánchez en 1990. Por fin creíamos romper la estacionalidad hasta que llegó el Bréxit, otra vez vaivenes políticos y económicos ajenos nos dejan a merced de lo que pueda pasar.

Somos una ciudad de supervivientes que aprovechamos los tiempos boyantes y resistimos con lo guardado en las duras. No vivimos buenos tiempos, las oscilaciones mundiales y la evolución de los mercados propician el debate sobre qué tipo de destino debemos ser: se habla de turismo de salud, turismo activo, turismo sostenible, turismo de… Marbella no sabe lo que quiere ser, perdido el glamour de los 60 no disponemos de una marca Marbella atractiva y singular, solo podemos ofrecer viejas glorias y los tópicos de siempre cada vez más caducos. Crisis que ha llegado a Baleares y a la costa levantina de las que apenas podemos diferenciarnos con ese turismo lowcost tan humillante.

Se busca urgentemente una nueva marca Marbella que no sea el “más ladrillo”. Los marbellenses sabemos que podemos volver a ser un destino potente y único en el mundo porque se ha trabajado duro durante más de medio siglo, porque tenemos estructura y experiencia con un ejército de profesionales, porque no queremos rendirnos a las mafias y a la mala prensa, porque Marbella es una ciudad elegante, abierta y cosmopolita pero precisamos de un gobierno hábil y capaz que sepa cambiar las tornas siendo la principal la de romper la dependencia a las fluctuaciones internacionales.

El COVID nos está dando una paliza con final incierto, el cierre de espacios aéreos y fronterizos, el miedo y la desconfianza se ha instalado en el mundo. Es difícil prever el futuro pero tampoco sabemos cómo reaccionar ante semejante desafío. La cuestión no es la cantidad de turistas sino su calidad, menos turismo y otra ciudad. No podemos seguir siendo una ciudad de servicios si no tenemos a quien servir. Precisamos de un equilibrio, de una producción alternativa. Necesitamos creer en nuestras posibilidades, tener un rumbo y crear nuevos nichos de mercado ya sean industriales, tecnológicos, deportivos o medioambientales.

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