“La Pepa” mueve la cabeza sin parar en sus paseos a primera hora de la mañana en la puerta de la pescadería del barrio.

Nadie le molesta ni le disputa su puesto. Espera paciente su desayuno diario. Nunca protesta por lo que le llega. Come y ya está.

Sabe que no debe de molestar. No prisas ni ansias. Los clientes la miran con desconfianza y sorpresa. No es su lugar y no tienen precisamente buena fama.

Lo que llegue bienvenido sea, se dice. No hay griterio ni estallidos de alas que le recuerden a los humanos la cara más conocida y temida de su especie.

Toda su familia ha emigrado al interior. Han olvidado las estelas de la bacas cuando vuelven al atardecer tirando por la borda los pescados no deseados.

Muchos de los emigrantes que pueblan esta ciudad le miran asombrados. Ella no tiene origen ni destino. Ella es una exiliada más  como ellos que llegaron de algún pueblo del interior en busca de sus alimentos.

Viene de la mar en busca de la tierra. Emigrante ambos del interior a la mar o de hasta a la tierra. Pero ella no echa de menos sus orígenes como hacen sus vecinos.

Su pico cerrado cloquea de vez en cuando cuándo mira el mostrador que rebosa de manjares deliciosos. Pero sabe conformarse no desea lo que no puede conseguir. Los humanos delante del kiosco de la ONCE, que está al lado, esperan un maná que nunca llegará. Ella no.

Sabe que solo le corresponde los restos que los clientes no quieren.-una espina, unas cabezas o un trozo de piel- Pertenece al grupo de los basureros. Recoge lo que los humanos no quieren. A pesar de ello -como sus amigos los buitres- son mal vistos. Por otro lado no le gusta verse de  símbolo en la bandera de un partido político. A lo mejor será por vivir en la corrupción.

Su cuerpo elegante, perfectamente acicalado luce un blanco de nieve

que oculta sus puntiagudos y perfectas alas negras. Negras flechas que le ayudan a planear dominando el cielo azul. Desde donde controlar lo que se mueve allá abajo.

Su raza ha aprendido a ser agresiva hasta violenta cuando se le niega lo que necesita. Entonces saca sus garras y cae en picado a arrebatar su comida.

La mayoría de sus compañeras escarban en los basureros locales mientras otras recogen lo que las bacas tras haber escarbado y destruido el suelo de los fondos marino tiran por la borda. Los pescadores la temen y la respetan. En grupo son una manada de lobos difíciles de parar.

Ella no. No molesta para no ser molestada. No grita para no ser gritada. No estorba para no ser estorbada.

Es mejor y más rentable la política de la sumisión. Ser dócil y dependiente para ser recompensada. Aunque nunca permitiría ser animal de compañía. Hasta ahí podría llegar.

No tener que pelear con sus compañeras ni gritar ni protestar ni exigir su espacio Perderse en el grupo le merece la pena. Ha aprendido de los humanos

Sabe que este trozo de acera es un puesto provisional. Y puede perderlo ante una compañera más decidida o un humano enfadado. Mientras tanto aprovecha su oportunidad.

La independencia tiene sus riesgos -un coche, una patada o una persecución infantil- y sus compensaciones. Cree que muchos humanos que pasean con sus bolsas o están sentados en la terraza con un café la envidian. Entonces levanta su pico provocador. Su espacio es el cielo, su trabajo pasear, su belleza en la terraza y siempre habría una compañera con quien compartir nido y comida.

Ante los malos gestos de los clientes la pescadera defiende a su Pepa -ella la ha bautizado así-. No hace mal a nadie contesta a los desabridos. Es una alegría y preciosa remata. A ella le gustaría compensarla con una sonrisa, pero no puede. Solo entrechoca su largo pico que resuena como unas castañuelas y mueve sus alas con cuidados como un blanco abanico.

Algún día se marchará. No sabremos a dónde ni porqué. Pero yo la echaré de menos. No tanto como la pescadera.

Rafael García Conde

Jubilado

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