Es una plaza de pueblo justo al límite norte. Abajo queda una marabunta que no atraviesa la Plaza del Santo Cristo. Un ejército de sillas ha conquistado las calles, con ellas las mesas son platillos volantes que les acompañan; los locales a rebosar, los carteles han perdido el castellano e inciden como espadas iluminadas ofreciendo sus servicios, los ruidos crecen según bajas. Es territorio comanche o turista. Los bárbaros del norte lo dominan. Algún día esta ciudad tendrá que plantearse un alternativa a esta fuente de riqueza y agobio que la va engullendo y disolviendo. El lema es simple: todo está permitido para conquistar al turista. Hasta perder la identidad o quizás ¿es esta?
Esta Plaza de Leganitos es un pequeño tesoro que guarda la capilla de la Virgen de la Amargura.
Aquí, sentado en la penumbra de esta plaza con sus viviendas balconadas donde flamean las intimidades de sus inquilinos uno siente palpitar un pueblo. Son banderas sin pudor que hablan sin parar de lo que la ventana oculta. Son un saludo no buscado. Un brindis al sol. Un temblor que baila. Una radiografía sin vergüenza. Un libro abierto que cuenta tantas historias para que los ojos atentos las descubran o imaginen. Siento que estoy en otra ciudad, en un pueblo.
Dos olivos centenarios escuchan conmigo el griterío que corretea por el patio del colegio que se encuentra al norte. La vida imparable se mueve sobre el cemento color sangre cuajada. Me acerco. Agarrado a la verja no sé si los prisioneros son ellos o yo. Dentro, protegidos por un círculo de ladrillos con un mural colorido me veo confidente de los sueños, alegrías y anhelos de la vida que vibran libre, con muy poco tiempo que explota en el recreo.
Me acerco y contemplo como dos enanos discuten a puñetazos que parecen más caricias que golpes; un tercero intenta separarlos, cuando no lo consigue, se une a la pelea. Dura hasta que llega a sus pies un balón con un cuarto. Enemigo común. El maestro desde el rincón los contempla tranquilo. No interviene. Simplemente sonríe.
La costumbre me lleva a bajar hasta la plaza del Santo Cristo. Pero me niego. Es una plaza descarnada que no encuentra su identidad. La ermita excesiva se corona con un cucurucho de cerámica. En medio de la plaza la Virgen morena se pregunta qué hace allí mientras dos trenzas de agua la bañan. El tablao, cerrado a estas horas, sueña con las palmas de los gitanos que darán vida a las bulerías para unos turistas de miradas perdidas. El Cristo, tras la reja, quiere salir ya tiene nostalgia de la Semana Santa cuando aun no llegó el verano. Algunos paisanos respiran hondo cuando la atraviesan. Hay un vapor invisible y agobiante de calor que suda el asfalto.
Prefiero la calle Lobata. Nostalgia de pueblo. Atravieso un callejón que parece un jardín con sus buganvillas y macetas para llegar a ella.
La Concha a mi espalda. Tan cercana y tan lejos, tan maternal y tan dura, tan inalcanzable como fácil, tan amiga como extranjera. Es nuestro mayor tesoro: la protectora de la mar y sus gentes. Su alma de hierro resuena como una caracola de nacer y sal. En sus entrañas un tesoro de aguas subterráneas.
Las casas en esta calle a la penumbra -puro pueblo- huelen a puchero e hierbabuena. Son como debe ser una casa de pueblo con sus dos plantas. Tejados a dos aguas. Adosadas y protegidas por sus vecinos de toda la vida. Y escoltadas por las inmensas macetas. Los geranios observan desde los balcones a los paseantes despistados.
Las puertas abiertas hablan de hospitalidad, seguridad y confianza.
Aún hay alguna silla de anea olvidada junto a la puerta. A sus lados dos soldados macetas la embellecen y guardan. Pueden parecer excesivas pero hablan de mucho tiempo dedicado a cuidarlas.
Las pilistras se alternan con las costillas de Adán y las cortejan. Los visillos bailan.
La sombra y la brisa que huele a yodo y sal la convierten en un oasis en esta marabunta de ciudad.
Dos caras de la misma ciudad. La misma hoja con la ciudad en un lado y el pueblo en el otro.
Rafael García Conde
Jubilado