Estábamos tan ajenos a lo que iba a ser nuestro inmediato futuro, que a final de los años cincuenta todavía sacábamos las sillas a la calle las noches de verano y hacíamos tertulia vecinal de una acera a la otra. Los churros los hacían Guillermo y Pura con el sudor de su frente cayendo sobre la harina mientras Rita vendía chumbos unos pasos más allá y Mariquita “la loca” venía desde Leganitos cada tarde con puñados de biznagas a dos o tres perras gordas cada uno.
El turismo fue tomando posiciones con guantes de terciopelo al principio, como un lord inglés que se acerca en silencio para otear el horizonte donde quiere instalarse. De ese modo callado y casi enigmático las primeras figuras destacadas e ilustres en el terreno artístico aparecieron por Marbella con el total desconocimiento de la mayoría de sus habitantes, quienes, como mucho, sentíamos curiosidad por lo diferente de su forma de vestir y algunas costumbres de horarios. El seiscientos en el que por entonces muchos se desplazaban desde su residencia veraniega a la ciudad, parecía igualarlos a todos, como lo hacía el idioma, que para nosotros era simplemente “extranjero”, sin matices de nacionalidades.
Y así, un día vimos a una mujer con faldas largas, grandes gafas oscuras, collares rojos y pamelas que medio ocultaban una melena cobriza. Llegamos a saber su nombre y que había trabajado en París con Coco Chanel en el mundo de la moda; también que era una gran bailarina, y que respondía por Ana de Pombo. Cuando abrió en pleno centro un salón de té, al que llamó “La Maroma” ya estábamos habituados a su estrafalaria vestimenta y a la gente tan variada como rara que solía acompañarla. Era amiga de Pepe Carleton, al que ya queríamos los que tuvimos la suerte de conocerlo desde su llegada de Tánger.
Fue Carleton, el entrañable Pepe, quien me avisó unos días antes de la llegada de un “muy importante hombre de las letras francesas”, que venía a pasar una temporada a casa de Ana de Pombo. “Vendré con él a por los diarios” –me dijo, y por libros, no puede pasar sin leer”. En aquellos años teníamos en la librería diarios y revistas franceses, pero no libros, al menos no tantos como el parecía necesitar.
Lo que más me llamó la atención del personaje fue el fuerte colorido de las flores de su camisa, el encrespado de su pelo blanco y unos ojos de intensa mirada que parecían escrutar cada rincón y cada persona junto a una aparente seriedad que le conferían un cierto aire majestuoso. A pesar de todo, confieso que era un turista más, creo que para todo el pueblo, un amigo de Ana de Pombo y Pepe, un bohemio quizás.
Cocteau entró en la librería rodeado de su corte habitual, Ana, Edgar Neville y Carleton. Miró hacia un lado y el otro, y al divisarme tras el pequeño mostrador me dijo con voz lenta y pausada: “Bonjour, mademoiselle. Enchanté de vous connâitre, ¿où sont les livres en francais ?… las pocas palabras que Rivera el maestro andaba enseñándome, se trabucaron en mi lengua a la par que Carleton me ayudaba a responder.
Fue el comienzo de varias visitas hasta que un día Pepe Carleton me preguntó si no me importaría llevar el enorme montón de periódicos a La Maroma cada día y los libros que el “ilustre señor francés” nos iba encargando. Gracias a Cocteau llegó a la librería la colección de Livres de poches que el solicitó. Pidió también algunas revistas literarias y sobre teatro y cine. Todavía yo desconocía la enorme relevancia que el personaje tenía entre sus contemporáneos en diversos campos del arte, y menos que además de novelista era dramaturgo, director de cine y pintor. No imaginaba el éxito que algunas de sus obras escritas o en películas iban a tener más tarde en España, caso de “Opio”, por ejemplo.
Jean Cocteau me sonreía con amabilidad cuando recibía su paquete literario, y en los últimos días antes de marcharse, además de un gentil “mercí”, colocaba en mi mano unas chocolatinas buenísimas que recuerdo eran belgas.
Fue indagando sobre él en unos tiempos en los que los adolescentes y jóvenes cultivábamos una cultura literaria y artística muy escasa, entre los que, por supuesto, solo existían algunos clásicos españoles. No era el conocimiento amplio lo que más importaba al Sistema en funciones. Mucho menos si el artista no era católico, de buenas costumbres y un poco, al menos, fascista.
En La Maroma Cocteau realizó un panel para regalar a Ana que quedó impreso en las paredes del salón de té y cuya propiedad con el paso del tiempo supe que había sido vendido a la familia de Ignacio Coca. En él escribió, junto a dibujos flamencos de carácter surrealista, la frase siguiente, que traduzco del francés en el que fue escrita:
“Los españoles encierran sus bellezas entre rejas para que no se marchen jamás del país”, en referencia a las rejas del propio salón de Ana de Pombo
Volvió dos años más en invierno. Continuó siendo un gran cliente de prensa y libros. Para entonces yo había investigado lo suficiente sobre Cocteau para saber que teníamos como visitante a uno de los grandes sabios franceses. En afortunadas palabras de Alfredo Taján, “un acróbata del pensamiento”.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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