En el preciso instante en el que la celinda de mi jardín comienza a florecer con la pasión de un joven voluptuoso y las azucenas emergen como blancos soldados en guardia, advierto que San Bernabé nos apremia con deseos de jolgorio y anda cercano el día en que lo veamos en andas. Huele a Feria. El perfume anunciador de las flores es tan fiel como la belleza que nos regalan. No se equivocan nunca y por eso mis viejas neuronas se ven obligadas a conmoverse como si cada una de ellas y todas en rebeldía, decidieran revivir el pasado. Las muchas ferias vividas. Los cambios, las variaciones tan ostentosas. Lo imperturbable de una esencia común, a pesar de ello.
Junio le otorga a Marbella la capacidad de disfrazarse. La oportunidad de cambiar su ropaje cosmopolita por el traje de pueblo. Ese traje que no hemos querido perder y tenemos guardado en la buhardilla de nuestros sentimientos. Todo aquello que fuimos con gozo en el paraíso de la infancia cuando nuestra mirada era transparente y el corazón un caballo que tendía a desbocarse.
Marbella se viste de pueblo. Y tras el ropaje aldeano y las alpargatas de cáñamo comenzamos a vislumbrar el ayer que subyace bajo las tremendas capas del ahora. Aparece Rafael el de las barquitas, con o sin su hijo Eleuterio (audaz y bello mancebo cuya figura nos hacía volver a ellas una y otra vez), y Angelita, su mujer, balanceando rítmicamente con sus manos nuestra barca. Cerca de él, el blanco puesto de turrones y frutas endulzadas, con sus propietarios saludándonos uno a uno y reconociendo nuestros nombres. Un poco más allá la pequeña Ola que por primera vez tuvimos y se instaló en la Alameda. Mirándose, la caseta oficial, en la que al anochecer una bella y esbelta animadora apretaba entre sus labios el micrófono para balbucear con toda intención “Bésame, bésame mucho…o “Aquellos ojos verdes…”. De golpe, la brillantez de los fuegos artificiales, el estruendo de la traca, la imagen del Pendón en el balcón municipal rodeado de cabezas enormes bajo las cuales, gigantes y cabezudos saludaban al personal y anunciaban el comienzo de unos días distintos.
Días en los que el estruendo de las tómbolas se confundía con la música del teatro de Manolita Chen, o las del circo, instalado frente al hotel El Fuerte, blanco el payaso inteligente, lastimero y tontuno el otro, peligroso el trapecio, divertido los equilibristas. Había que trepar después a lo más alto de la cucaña, conseguir la cinta bordada por las admiradoras para la carrera de bicicletas, ser el primero en la carrera de sacos.
Todo cabía en la Alameda, durante muchos años espacio destinado a nuestras ferias de niños. Cabían los puestos de venta de pulpo asado y gambas cocidas, de algodón rosado repleto de azúcar, de collares y pulseras, de pipas y patatas fritas. Creo recordar que no cupieron ya los coches de choque la primera vez que vinieron, y entonces hubo que bajarla abajo, a la Avenida de los “enamorados”, el solar, raso por entonces, que servía para los encuentros furtivos de las parejas incipientes, para besos rápidos concedidos en la obscuridad, los tanteos fugaces, asustadizos, pecadores.
No había en aquellos años procesión del santo, la devoción vino más tarde con los Romeros, que sacaron a san Bernabé del letargo del altar a los hombros de los jóvenes entusiastas. Terminaba la feria con la romería al Campamento Vigil de Quiñones, niñas vestidas de faralaes, jóvenes empezando con la moda de las sevillanas…alboroto de tres o cuatro días en los ojos cansados de quienes la habían vivido a fondo.
Las niñas teníamos tres trajes distintos, el de cuadritos de tela de vichy para la víspera, el día 10, el recién estrenado, de organdí o piqué bueno, para el 11 y el del año anterior para el tercer día. Sin posibilidad de cambios ni alteraciones. Era un ritual aceptado, asumido con la alegría que proporcionaba saber desde antes que olía a feria, que teníamos al fín algo que celebrar mientras esperábamos que llegara la Virgen del Carmen y bendijera el mar, para poder ir a bañarnos.
La Feria era el Ecuador de nuestros años infantiles, la semana en la que gozábamos de la escasa libertad horaria que nos permitía el férreo orden familiar.
Fuimos felices, porque no ambicionábamos otra cosa. Lo que llegó después nos cogió por sorpresa. Como una avalancha, como un alud. Pero a pesar de todo lo obtenido con el turismo y los tiempos modernos, con la diversidad festiva de la Marbella de hoy, estoy segura de que habrán muchos que recuerden la sensación especial de las barquitas de Rafael y añoren el soniquete musical de la compañía de Manolita Chen.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
Publicaciones anteriores de Ana María Mata
El legendario tango de Gardel y La Pera me sirve hoy de cabecera con la única modificación de los veinte por esos cuarenta a los que intentaré dar sentido en las líneas siguientes. Conste que no desconozco la idea que del tiempo poseen la mayoría…
Abres un cajón de manera fortuita y aparece de golpe una foto olvidada, embellecida por el tono sepia que el tiempo depositó sobre la imagen y cuya visión te lleva obligatoriamente a recordar lo que una vieja cámara captó. En el envés, la fecha a…
Estábamos tan ajenos a lo que iba a ser nuestro inmediato futuro, que a final de los años cincuenta todavía sacábamos las sillas a la calle las noches de verano y hacíamos tertulia vecinal de una acera a la otra. Los churros los hacían Guillermo…
Siempre he pensado que en el desarrollo personal cuenta más todo lo que suma que aquello que restamos. Las aportaciones de índole diversa que vamos acumulando son signos de riqueza mientras que lo que por alguna razón no queremos asumir, acaba convertido en pérdida. Ocasiones…
En el preciso instante en el que la celinda de mi jardín comienza a florecer con la pasión de un joven voluptuoso y las azucenas emergen como blancos soldados en guardia, advierto que San Bernabé nos apremia con deseos de jolgorio y anda cercano el…
Corrían los últimos años de una década para nosotros muy particular. Abril 1950. Marbella preparaba su ajuar de debutante. Olor a liturgia recién celebrada. La canela de un arroz con leche cercano rememora a Proust en algunas papilas sensibles. Hay una ligera modorra primaveral. De…
Tengo la impresión de que Enrique Grivegnée es un personaje poco conocido de la historia de Marbella. Por eso estas líneas, fruto de un pequeño trabajo de mi época universitaria van a intentar reivindicar su memoria dando a conocer su gran relación con nuestro pueblo…
Estoy segura de que algunos de mis generosos lectores sentirá una punzada de nostalgia al ver escrito en la cabeza del artículo el nombre de tan preciosa flor. Porque para él solo puede haber una Jacaranda y es la que yo pretendo traer hoy a…
Hay un dicho bíblico muy conocido pero que solemos olvidar: A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Los que nos dedicamos a los medios, intermediarios entre el ciudadano y la Administración, tenemos la desagradable obligación de criticar…
Paseando esta semana por nuestras calles, en especial por las que para mi son más queridas y más bellas, las del Casco Antiguo, me vino a la mente la reflexión de que la mayoría de ellas tienen nombres y apellidos que corresponden a personas destacadas…