De Despeñaperros para arriba el país está vestido de blanco. Con una espesura considerable pueblos, ciudades y campos aparecen recubiertos de capas de nieve como si en lugar de España se tratase de cualquier país báltico. Años hacía que no se recordaba un panorama como el de estos días, una nevada de tal calibre que ha envuelto cuanto le rodea con un manto brillante caído del cielo.
Tras el alborozo inicial y la algarabía infantil aparece la realidad que convierte el hecho en un caos abrumador e incontrolable. Calles intransitables, avenidas transformadas en pistas de ski, tejados a punto de hundirse, son los primeros síntomas de que algo va a cambiar en la vida de los habitantes de los lugares afectados. La nevada es de tal consideración que no hay máquinas suficientes y el aislamiento es pronto una constante que parece querer sumirlos en la soledad.
Madrid se asemeja a la Antártida por mucho niño que sonría ante el muñeco de nieve, y mucho joven que pretenda hacer un slalom. Gente atrapada en sus casas y una administración que se muestra impotente ante la furia blanca que sigue cayendo en copos gruesos y rotundos. España no está preparada para esto y las carreteras se transforman en largas serpientes blanquecinas de coches que se arriman unos a otros quizás para recoger algo de calor. El día deja paso a la noche mientras las circunstancias no varían y la nieve sigue cayendo sin piedad.
Al sur de Despeñaperros los medios de comunicación nos muestran lo que ya es una especie de batalla blanca entre el hombre y la naturaleza. La borrasca cuyo feo nombre parece indicar sus intenciones, Filomena, no llega a estos parajes más que con unas lluvias un poco más fuertes que cesan enseguida.
Una mañana, de pronto, la cresta ondulada y altiva de La Concha, en la Sierra Blanca de Marbella, se nos muestra teñida de unas pinceladas blancas coronando su pico. Esta es la marca y señal de que más allá de su cima, un turbulento temporal está azotando con furia a pueblos y ciudades. El sol asoma, por contrario, con fuerza en el pueblo y el cielo de un vívido azul indica que la temperatura no bajará de dieciséis grados,
La Concha nos mira desde su altura con orgullo y valentía. La traducción de su gesto viene a recordarnos las palabras esenciales: NO PASARÁN. Habrán de retirarse borrascas, fríos y nevadas porque ninguno de ellos se atreverá a cruzar la frontera natural que les tiene impuestos la altitud y majestad de una montaña mágica.
Hoy sabemos con certeza total que a ella le debemos todo. Le debemos, con deuda sagrada, la climatología de un pueblo que produce un micro clima específico, desconocido en otras latitudes y que hace distinta a una Marbella confinada entre el Mediterráneo y Sierra Blanca. Le debemos la templanza de los días de verano y la agradable temperatura de los de invierno. Le debemos que aleje los vientos helados del norte y también la calima que llega de Africa, Le debemos su belleza como un telón pintado por un Van Goh particular y preciosísimo.
Desde estas líneas quiero mostrar mi homenaje a esa sierra que nos acompaña en vida y que todos sentiremos perder en el adios. A la que nunca nos cansamos de mirar una y otra vez, como si de esa forma la simbiosis llegase a ser perfecta.
Es mágica porque guarda el misterio de su esencia. Y porque retiene dentro de ella los corazones de todos y cada uno de sus hijos de Marbella.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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