Son los olvidados de este tiempo de pandemia. Inmersos en sus juegos, sus travesuras y el cole con sus amigos, permanecen al margen de tragedias y horrores de este fenómeno maléfico. O al menos lo parecen. Y así queremos creerlo los adultos que nos limitamos a cubrir sus necesidades elementales para imbuirnos en el vértigo diario.
Allí quedan ellos con ojos interrogantes y mirada perdida esperando una explicación que en la mayoría de los casos les negamos con involuntaria indiferencia. No somos conscientes de .la ansiedad expectante que sienten en el interior de sus mentes infantiles. De la inmensa curiosidad de unas cabecitas que nos ven preocupados, tristes o al menos más inquietos que de costumbre.
Queremos evitarle la tristeza que lleva unido este periodo infame de nuestra existencia. Olvidando que ellos reaccionan como esponjas ante todo lo que les rodea. Y que el silencio no vale más que para desatar fantasmas en sus cerebros tal vez peores que los auténticos que podamos contarles.
El niño nace con una curiosidad innata que va desarrollando en sus primeros años de vida hasta el momento en que se convierte en racionalidad y le lleva a buscar él mismo las respuestas. El libro abierto que es su mente se va llenando entonces de conocimientos que le han de durar hasta el final de su vida. El niño es un ser humano en formación. Y el ser humano necesita saber.
Es posible que no sea fácil explicarles a nuestros niños el origen y factores de lo que llamamos Covid 19. Tampoco los adultos no especializados lo sabemos a ciencia cierta. Pero dentro de ello, debemos intentar hacerles comprender el enigma de un ser microscópico que ha decidido implantarse en nuestras vidas y contra el que son necesarias precauciones especiales.
Conozco un niño de seis o siete años quien ante la muerte de su abuelo por el Corona virus, anda diciendo a los adultos que lo conocen, que “un fantasma negro y con escamas le ha robado al abuelo”-
No me parece lógica esta explicación porque es uno de los casos a los que antes me referí de extravíos de mentes compungidas.
La vida no es, por desgracia un paraíso o algo parecido al jardín de las delicias. Tarde o temprano los niños deberán enfrentarse al dolor, y sus consecuencias. No es malo irlos acercándoles a las tragedias aunque intentemos envolverlas con algo suave.
Sin llegar al fondo de la cuestión ellos van erigiendo en sus cabezas un lugar para lo que les entristece. Lo terrible es ocultarles algo y que el azar les lleve a enterarse por otro camino. Perderán entonces la confianza en sus mayores y se harán recelosos y desconfiados.
Es cierto que el papel de los padres y educadores se transforma en un problema casi de conciencia ante la diatriba de explicar algo tan enrevesado como el desarrollo y peligro de una enfermedad que para todos es tan misteriosa. Nuestra buena intención se da de bruces con la realidad y tendemos a ocultarla.
No perdamos de vista que el niño es un ser más inteligente de lo que creemos y que recibe influencias de todo cuanto le rodea. Lo bueno es que su capacidad de alojar lo malo a un rincón alejado de sus neuronas es mayor que la nuestra. Necesita sobrevivir y lo hará a toda costa.
Ni un fenómeno tan desagradable como este maldito microbio, alterará sus constantes vitales e imaginativas. Tiene resortes de sobra y toda la vida por delante.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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