Por una vez al menos, hagamos un acto de conciencia y reconozcamos que la Navidad de los últimos tiempos se había convertido en una especie de feria de vanidades. La trascendencia del hecho real que conmemora la fecha: la encarnación de un Dios en el niño del pesebre, por muy importante que sea, la colocábamos como justificación del desmadre, como telón de fondo para la algarabía, y si acaso, figuras destacadas en el Belén familiar.
Enmarcada por todo ello estaba la fiesta. El compulsivo “volver a casa por Navidad” incitaba a un burbujeante amontonamiento de familia y amigos y a partir de ahí el consabido individualismo español se trocaba por arte de magia en ímpetu con el que nos sumábamos al imán del grupo y de la masa, allá donde la hubiere.
Comenzaba entonces la parafernalia consumista llevada a su máximo extremo. Como principal objetivo estaba la comida, aceptada esta como exacerbación de un apetito feroz, inexistente, pero que nos obligaba a cocinar sin parar, y a obtener los más refinados productos del mar y del campo, léase mariscos carísimos, corderos, ternera y demás animales comestibles. Todo ello ensamblado con ríos de alcohol en sus más variadas acepciones, y finalizado con preciosos lotes de azúcar envueltos en brillantes colores.
Se completaba la cosa con la sesión de regalos múltiples, asunto que nos llevaba bastante tiempo en su compra y en la elección personalizada de los mismos. No hay que olvidar la música atronadora envolvente de todo ese “obligado” festival navideño.
Analizado con la brevedad de esta escritura, la Navidad se resolvía más o menos de esta manera y la felicidad posterior iba en consonancia con el cansancio acumulado, las riñas inevitables y el vacío de los billeteros familiares.
Todo esto viene al caso por las especiales circunstancias de este año en el que la pandemia se ha adueñado de todo y exige sus normas. Más, si fuésemos capaces de reflexionar minuciosamente, nos daríamos cuenta de que en el fondo, y pese a nuestro pesar actual, hemos salido ganando.
La Navidad sigue ahí, inmutable y eterna como lo es el misterio absoluto que conmemoran las fechas del 24 y el 25 de diciembre. Tal vez sea el momento de pensar un poco más en el sentimiento religioso que alberga la presencia entre los humanos del niño que sería luego el Hombre más importante del planeta y cuyo Padre quiso que su divinidad se mezclase con la humanidad de los habitantes del mismo.
El decreto que impide el hacinamiento en esos días podemos entenderlo como un alivio del desmadre familiar que a veces daba lugar a la presencia del cuñado fastidioso o el primo inesperado que torpedeaban las reuniones.
Es posible que haya llegado la hora de poner orden en unas fiestas que habían desviado su sentido principal, convertidas en delirio consumista donde todo se resuelve con dinero. Sería fantástico que este maldito virus sirviera al menos para reorganizar nuestras mentes que habíamos arrojado al más servil mercantilismo.
Un árbol iluminado junto a un sencillo Nacimiento. Unos eternos villancicos. Unas gambas y las viandas que cada uno desee. Un poco de turrón y mazapán, Y la compañía de los de siempre, los íntimos con los abrazos imaginados. Y un emblema que casi hemos olvidado: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Desde aquí os la deseo de corazón.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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