De nuevo el silencio de calles y plazas casi vacías, mostrando su orfandad por rincones donde algunos todavía se resisten a partir, inseguros de su propia existencia, beodos de noticias dispares, atemorizados por no saber que hacer.
Los árboles parecen presentir la tragedia y dejan caer con cuidado sus hojas preparando un futuro que nadie les promete. Todo duerme un sueño desasosegado mientras esperan noticias que alivien sus espasmos y les devuelva al menos a la monotonía anterior, a la cotidianidad tan denostada y ahora tan precisa.
La ciudad ha ganado en espacio, pero ha perdido el color y el olor de su gente, quienes, obedientes al mandato de voces superiores han debido recluirse en las pocas o muchas habitaciones de sus casas. El confinamiento es el único medio disponible que supuestamente debe ayudar a combatir una pandemia tan organizada en sí misma que hasta sus mutaciones son resultado de su poderío, cada una con su genoma preparado para atacar al humano que se presente indefenso ante él.
No podemos hacer más que acatar las órdenes de quienes luchan en primera fila contra este enemigo invisible. La única esperanza por el momento es la vacuna que combate cuerpo a cuerpo con el virus y cuyos resultados esperamos con autentica ansiedad.
Somos soldados indefensos expuestos a un ejército sin armas. Con toda la impotencia de quienes no saben hacia donde mirar para no caer en las garras del asesino silencioso.
Hemos llegado a la luna e inventado los más sofisticados utensilios electrónicos. Se nos supone una inteligencia capaz de suprimir el universo con solo apretar un preciso botón. Las armas nucleares son nuestro pedigrí de poderío en el planeta.
Pero ahora estamos unos y otros detrás de una ventana, recluidos a la espera de que algo o alguien nos salve del desastre.
¿Cómo hemos podido caer tan bajo? Se preguntan científicos, biólogos, médicos y hombres ilustres, cuyos cetros están viendo destruir por un microscópico agente. Incapaces de comprender la teoría que puede haber dentro del bicho asesino, arrojan las pipetas hacia la pared y entran, la mayoría en depresión, creyéndose incluso culpables de errores en sus fórmulas.
Durante largos periodos de tiempo el hombre ha peleado por el dominio de tierras y lugares con todas las fuerzas de su armamento y su arrojo. Cada país tiene sus héroes inscritos en banderas y escudos. No hay sitio en el planeta que no se enorgullezca de sus caudillos y defensores. Siempre han habido ganadores y derrotados. Hasta ahora. Si la Historia escribe alguna vez esta batalla silenciosa y oscura, deberá reseñar, humillada, el vacío de nombres, la inoperancia de la humanidad.
No podíamos imaginar esta situación en la que solo cabe bajar la cabeza y admitir la derrota.
Una palabra poco utilizada viene hoy a acogernos en sus brazos: Humildad. Rechazada desde siempre por el ser humano engreído y fatuo, recobra su valor para recordarnos la debilidad de nuestras raíces. Lo débiles que podemos llegar a ser.
En el entreacto, utilicemos la reclusión para reflexionar y por ejemplo, leer un libro.
Como apoyo, puede ser muy eficiente.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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