Nos vamos de fiesta, a las que fueron prohibidas y censuradas porque frente al instinto natural del ser humano por divertirse siempre habrá un alcalde que intente controlarlo. Las celebraciones espontáneas desde la Antigüedad se han percibido por el poder como una amenaza, un peligro para el orden, el civismo y la legalidad. Las fiestas deben estar atadas y bien atadas y cualquier perturbación era y es castigada con severidad.

Escribo esto con cierto pesar al recordar cómo se prohibió el tostón un fatídico día que prendieron fuego al monte en Los Monjes. Pagamos justos por pecadores. Lo más fácil era castigar a todos en lugar de buscar otras opciones. Era una fiesta libre y desenfadada, arraigada hasta donde llega la memoria, donde miles de jóvenes y mayores íbamos al campo a celebrar el día de Todos los Santos con las castañas, la olla agujereada y la botella de anís y que en la actualidad lo que ha quedado es una actividad muy cívica y muy ordenada, además de escasa presencia, donde regalan las castañas ya asadas, tras esperar una cola para que nadie se desmande.

Y es que el autoritarismo contra la diversión es una tentación que tiene todo el que detenta el poder, de hecho el alcalde don Pedro Artola en 1874 dictó un bando sobre la feria en la que “no se permitirá el alboroto” además de prohibir los cafés cantantes en la Alameda, carretera y recinto de la feria. Otros alcaldes no eran tan drásticos aunque muchas veces lo único que escondían estos conflictos públicos eran expresiones políticas, conspiraciones y contubernios que inquietaban al primer edil de turno.

El 19 de febrero de 1898, con el Maine hundido y la guerra de Cuba recién iniciada, el alcalde Diego Romero Amores, liberal y malapata, procesado por corrupción en 1896 y repuesto en su puesto en diciembre de 1898, entre las primeras medidas que tomó fue la de restringir la fiesta de carnaval: “No se permite la careta en la vía pública desde el anochecer; se prohíbe usar vestiduras religiosas o militares y toda clase de armas; se prohíbe dirigir insultos, frases o canciones ofensivas a persona alguna, prevalecidos por la (careta) máscara; solo la autoridad y sus agentes podrán mandar quitar la careta a cualquiera que no guarde el debido decoro o turbe la prudente expansión propia de tales días; los que infrinjan estas disposiciones sufrirán la multa de 5 a 25 pesetas».

No siempre fueron prohibiciones negativas, algunas eran necesarias por la evidente falta de civismo como la amenaza de multa de cinco pesetas al que entrara con palos gruesos y maltratara a las reses que se liberaban en la plaza de los Naranjos en 1892. La suelta de vaquillas causó más quebraderos de cabeza con algún herido, en concreto un anciano algo ebrio que no terminó bien, lo que llevó en 1902 a impedir el acceso para lidiar a los borrachos “que pudieran causar peligro”.

La nómina de actividades festivas desaparecidas por prohibidas no es grande pero sí significativa y estaban asociadas a la Semana Santa durante el siglo XIX. Recogidas por don Fernando Álvarez Cantos y calificadas de costumbres lúdico-paganas, forman parte del continuo tira y afloja entre lo que quiere el pueblo que no es más que el deseo de parrandear en libertad y lo que dictan las autoridades.

Es llamativa la censura a los vecinos que disparaban durante el toque de Gloria del Sábado Santo. Hubo un muerto en Fuengirola y un herido en Ojén y durante varios años se repitió el mismo bando lo que denota que se continuaban usando las armas de fuego. Sin embargo el Ayuntamiento no predicaba con el ejemplo ya que realizaba descargas en la Plaza durante la salida del Corpus y junto a la iglesia de la Encarnación tras la misa de San Bernabé.

Los nazarenos de mojiganga, citados por don Fernando Alcalá Marín, presentan un curioso relato. Al parecer cuando terminaba la procesión del Domingo de Resurrección seguían vestidos de nazarenos pero montaban una mojiganga, esto es un sarao irreverente bien regado con alcohol que no estaba bien visto por la autoridad pero se toleraba alegando la antigüedad de la tradición.

Un capítulo aparte merece la prohibición de los Judas, unas figuras grotescas que se sacaban a la calle, se les disparaba y apedreaba. Era una actividad bastante bestia que servía para desfogar tensiones y que sigue celebrándose en algunos pueblos españoles e iberoamericanos. Son nombradas como la quema de Judas o manteo de Judas.

La fiesta de la Oliva fue otra de efímera existencia que consistía en poner ramos en puertas o ventanas la noche del sábado al Domingo de Resurrección. Todo indica que el personal aprovechaba que les dejaban salir de noche para desmadrarse por lo que el alcalde solicitaba apoyo a la Guardia Civil para impedirlo. No extraña que fuera un botellón encubierto. Es el momento de recordar que el horario de cierre de las tabernas estaba regulado en el siglo XIX y era normalmente a las diez de la noche pero cuando había problemas políticos o sociales se restringía a las seis o a las ocho.

Nuestra marbellense feria de día fue proscrita con toda la razón del mundo por las molestias a los vecinos y comerciantes, daños al mobiliario urbano, insalubridad y problemas de seguridad. Lo que surgió de forma desenfadada por parte de algunos vecinos, que era una forma amena de socializar y pasarlo bien, se desbordó en el momento que el ayuntamiento puso sus manazas permitiendo escenarios con música en directo y barras en todas las plazas del casco antiguo. Un desastre.

A día de hoy se sigue prohibiendo siempre en aras del bienestar de los ciudadanos, al menos eso dicen. Un amplio abanico de normas, reglamentos y leyes restringen más que permiten cualquier actividad de ocio o diversión. Tienes que pedir permiso hasta para hacer una moraga. La pérdida de espontaneidad en las formas de esparcimiento ha obligado a los jóvenes, que también son ciudadanos, a buscar alternativas con el botellón en lugares cada vez más alejados y oscuros, pero son perseguidos porque, como no, se aprobó en 2006 en el parlamento andaluz una ley antibotellón. En algunas ciudades se crearon botellódromos que desbordados e incontrolables fueron clausurados.

Suma y sigue.

Francisco Moreno. Historiador

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