Cualquier intento de recoger el eco de las voces que se alzan contra el expolio y el latrocinio será incompleto porque son muchas y se elevan y multiplican. En lo últimos meses la protesta se ha incrementado en la misma medida que el abuso, despojado del menor atisbo de pudor, ha mostrado sin vergüenza su impudicia. Pero la protesta canalizada, en gran medida, a través de las redes no encuentra más respuesta que el silencio. Quien desoye sabe que el discurso de las redes es colérico y la ira pasajera. Sabe que en esta ciudad los hilos del conformismo tejen una malla tan compacta que no deja escapar la rebeldía y que quien gobierna con mayoría absoluta ejerce el poder como si en lugar de ganar unas elecciones hubiera ganado una guerra. Lo sabe, sobre todo, porque puede poner de su partea adversarios antiguos, en realidad mercenarios de la política y a sujetos curtidos en el travestismo político.

Sociólogos, politólogos, periodistas pueden ofrecer, desde su especialización, plurales interpretaciones políticas pero una evidencia es incuestionable: el apoyo mayoritario que la derecha tiene en el municipio, ya sea en la versión populista del GIL o en el conservadurismo del Partido Popular que apoyado también por los votos del neofascismo, ni teme a la oposición –que más bien hiberna— ni cree tener que responder a las demandas ciudadanas. Estas existen, más o menos canalizadas, por formaciones políticas sin representación municipal, asociaciones culturales, grupos defensores del Patrimonio, ecologistas, agitadores culturales, actores colectivos que representan eso que se llama Sociedad Civil.

La naturaleza de las demandas no es novedosa, los historiadores las reconocen en el origen del conflicto social. Los cerramientos como las desamortizaciones de Baldíos, Comunes y Propios fueron procesos paralelos a la consolidación del Estado Liberal y del capitalismo. Arrasaron con la propiedad comunal y los antiguos señores convertidos en propietarios sustrajeron los recursos naturales que hacían posible la vida de las comunidades rurales. Marbella es uno de los pueblos de la provincia de Málaga que a finales del Antiguo Régimen tenía mayor patrimonio de bienes comunales. Su desaparición se produjo durante un largo proceso que a pesar del voluminoso fondo documental que, conservado en el Archivo Municipal, lo ilustra no ha sido estudiado. Sí conocemos el desastre medioambiental que supuso en el siglo XIX, la desforestación de la Sierra del Real enajenada a favor de Manuel Agustín Heredia para la Industria Siderúrgica. Fue el principio de la imparable implantación en las sierras occidentales, cubiertas de bosques, de empresas madereras y resineras. Algunos municipios lucharon con ahínco por el mantenimiento del uso público del monte pero generalmente las oligarquías locales, como en Marbella, terminarían beneficiándose de la privatización del patrimonio común que no afectó exclusivamente a espacios forestales.

En el último tercio del siglo XIX, una compañía minera adquirió para sus instalaciones el espacio comunal que se extendía entre La Alameda y el mar. Cuando, en 1934, el Ayuntamiento recobró este espacio para revertir su uso público, parte quedo en manos privadas. Como en los años veinte había quedado la parcela pública sobre la que se asienta El Casino (Moreno, Francisco J.: El Centro Histórico de Marbella, 2004, p. 336). En 1942, la venta de Sierra Blanca para financiar la reconstrucción de ese edificio incendiado a comienzos de la Guerra Civil (Rubia, Ana Mª: El primer franquismo en Marbella, 2017, pp. 136-139) parecía culminar el proceso enajenador. No fue así, durante el primer franquismo tanto las tradicionales elites locales más vinculadas a la Administración que a la Propiedad como los “hombres nuevos” del Régimen se convirtieron en propietarios de antiguos Bienes de Propios que aún conservaban su función forestal. El Desarrollismo desplazó el interés sobre los recursos del monte hacia la infinitud de nuestras playas onduladas por las dunas. Pero la nueva actividad económica supuso una elevación del nivel de vida de la población, de la redistribución de los beneficios y del uso de los espacios de ocio. Con todo, en los idílicos años ochenta la Corporación permitió la edificabilidad en de los pinares de Nagüeles, totalmente urbanizados en época del GIL. El expolio bajo el gilismo, inexplicable sin la complicidad de sus clientelas locales y la casta funcionarial, fue de dimensiones comparables a la voracidad de políticos sin escrúpulos que cobraban comisiones enlodadas de cemento. La llegada del Partido Popular tampoco supuso el final de las privatizaciones ni de la sustracción de servicios. La enumeración sería prolífica. La consumación de la venta del subsuelo para la construcción de aparcamientos privados es solo un ejemplo cuya representación más vergonzante es la del antiguo campo de futbol Francisco Norte.

Los repertorios de la protesta actual son radicalmente novedosos pero la naturaleza del contenido de la demanda es histórica. Es al fin, la misma que vehicularon las Juntas de Defensa Administrativa que en las primeras décadas del siglo XX denunciaban en Marbella la corrupción de los ayuntamientos corroídos por el veneno del caciquismo y dominados por unas oligarquías depredadoras de los recursos naturales.

Me pregunto qué no ha cambiado para que múltiples voces sigan denunciando la meteórica perdida de espacios comunitarios, demanden honestidad y transparencia en la vida política y clamen por una ciudad sostenible y habitable. Desde hace años lo viene haciendo Marbella Activa, una agrupación ciudadana que trabaja por la democracia cultural, la educación y la defensa del medioambiente; lo demanda la Asamblea Local de Izquierda Unida que viene denunciando con contundencia las agresiones que sufre el litoral por construcciones de chiringuitos invasivas. Por su parte Ecologistas Malaka reivindica el uso público de las playas, prácticamente desaparecidas en el casco urbano. El caso más sangrante es la Playa de San Ramón.

El detonante de la actual ofensiva ha sido el “cercamiento” de una gran parcela en la zona de Puerto Rico. La privatización de este espacio natural no ha estado exenta de polémica pero la ciudadanía nunca ha renunciado a su utilización consuetudinaria. En defensa de Puerto Rico la voz de Paco Cervera, tiene el timbre del enseñante que sabe que la acción ciudadana deber ser resultado de la pedagogía. Igualmente inquietante resulta la concesión por parte de la Junta de Andalucía para la construcción de una estructura de hormigón –lo de chiringuito ya es un eufemismo—sobre 300 m2 desuelo público en la Playa del Cable. Ecologistas Malaka ha denunciado el proyecto concedido a la empresa Huete Arquitectos, recurrentemente beneficiaria, según Marbella Confidencial (25-11-2014), de adjudicaciones concedidas por corporaciones del Partido Popular.

La playa que se extiende entre el puerto pesquero y Arroyo Segundo es el último reducto de arena libre. Depositaria del único vestigio del pasado industrial, la playa más concurrida por la población de los barrios orientales fue hábilmente utilizada para normalizar y regular las moragas que, según una tendencia ancestral, se celebraban en puntos estratégicos que previamente señalaba la ciencia del espetero, entre duna y cañaveral. El confinamiento de las moragas en la Playa del Cable coincidió –que casualidad— con la construcción de nuevas promociones de viviendas en la playas de Río Real y en la de Los Monteros, sobre parcelas adquiridas durante el franquismo. Pero el Partido Popular ha sido capaz de resignificar el significado de la Playa del Cable integrándola en su política etno-cultural con la celebración de moragas populares. La aspiración, impulsada por Marbella Activa, representada por Javier Lima, de la declaración del Espeto como Patrimonio Cultural Inmaterial ha sido apoyada por todas las administraciones, incluido el Senado y el Parlamento autonómico. La concesión de esa licencia demandada por la Asociación de Empresarios de Playas de Málaga no es solo, pues, la amenaza de otro despojo, es también la desconsideración del empeño de mantener, al menos un legado cultural. Por esta vez, el Ayuntamiento no lo permitirá. Pero persistirá la amenaza de la especulación, de la indiferencia y de la dejadez sobre los restos del Patrimonio Histórico y Arqueológico. Tampoco la ciudadanía debe permitirlo. Los muros que delimitan a los partidos y formaciones políticas en la disputa electoral deben desaparecer cuando se trata de la defensa de lo que queda de bienes comunitarios. La sociedad civil es la que demanda más allá del voto. En el anhelo común de la defensa del Patrimonio, las fronteras deben ser líquidas y permeables, la confluencia necesaria y la acción colectiva.

Lucía Prieto

Profesora titular de Historia Moderna y Contemporánea

Universidad de Málaga

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