El pasado 14 de octubre se presentó en el Cortijo Miraflores el libro de Anastasio Álvarez Martín La última travesía del Goede Hoop (Ediciones del Genal, 2020), una novela que reproduce cabalmente las circunstancias que rodearon el naufragio de un barco holandés en la costas de Marbella el 7 de marzo de 1823, para lo que inventa un relato en el que confluyen personajes reales e imaginarios de Marbella y Málaga, así como miembros de la tripulación del navío. Los pormenores del siniestro los ha acopiado de un acta que el escribano levantó a raíz del suceso. Ochenta y tres páginas que dan cuenta de un hecho olvidado o desconocido y que el azar, al cabo de casi doscientos años, dispuso que cayeran en manos del autor. Todo ello ha sido referido en este medio en una espaciosa entrevista con Anastasio Álvarez. Lo que pretendo significar es que, tras el acto de presentación, este profesor jubilado de Lengua y Literatura donó al Archivo Municipal de Marbella el documento notarial del que extrajo los datos.

No es usual que se produzcan donaciones, pero de vez en cuando suceden. Y muchos son lo que no buscan publicidad en ello, por lo que, para mí, suponen el descubrimiento «de toda una dimensión de generosidad humana bajo la apariencia más discreta», algo raro, inesperado. Personas que, con desinteresada largueza, lo vienen haciendo desde hace años y a las que hay que agradecérselo, más allá de su filantropía y nobleza y más cerca de la vergüenza de otros.

No es usual, aunque es vox populi la abundancia de patrimonio documental que, en manos privadas, dormita inútilmente; unos papeles que, ocultos, de nada aprovechan al entendimiento de nuestro pasado. Se exhorta machaconamente a que aquellos que atesoran en sus armarios y estanterías piezas arqueológicas las trasfieran a espacios dispuestos para ello; sin embargo, apenas se repara sobre el ocultamiento o tenencia de documentos de carácter y utilidad públicos.

Es vieja esta herida y la realidad actual del archivo histórico es un mapa de cicatrices anchas y abiertas por donde se desangra el pasado de la ciudad. En este sentido, sería conveniente evocar su historia, que es, en esencia, la historia de sus expoliaciones. Todo un rosario de calamidades. No podemos ni adivinar qué pudo suceder durante los siglos anteriores, pero sí está contrastado que la estancia de los franceses supuso una fatalidad; que su traslado en 1836 a un barco, ante el peligro que representaba una columna carlista, no debió de ser un ejemplo de preservación; o que el incendio, en 1909, con ocasión de un motín, destruyó una parte de los papeles de la Secretaría Municipal. Y la guerra civil dejaría su marca, aunque no la hemos podido determinar; bastante daño hizo el incendio de la iglesia y su archivo.

Sí, una recua de infortunios que se remataría de forma espectacular a principios de los ochenta. Brevemente: en el Archivo Histórico se custodia el llamado Fondo Bazán, constituido por la documentación que generó el Hospital Bazán (fundado a principios del siglo XVII). Cuando las competencias de Beneficencia se transfirieron a los ayuntamientos y diputaciones (años setenta del siglo XIX), este fondo pasó a ser responsabilidad del Ayuntamiento de Marbella. Depositario desde entonces de los documentos, permitió que esos papeles —que nutren de información la época Moderna— continuaran en el edificio hasta que este fue desalojado en 1983.

Según cuenta los testigos, durante estas obras, se desvalijó el hospital, se lo despojó de cuanto entorpecía los arreglos y, claro está, de toda la documentación que contenía. Al parecer, esta permaneció a la intemperie durante algún tiempo, siendo utilizada incluso por los pintores para proteger el piso.

Hacia el año 2000 —y una vez trasladado el archivo al edificio de la calle Portada—, recibí una visita de la Brigada de Patrimonio de la Policía Nacional de Málaga para confirmar si unos doscientos folios fotocopiados, encuadernados en pergamino en el original, podrían formar parte del Fondo Bazán: se trataba de un libro de censos de mediados del siglo XVII de la citada institución, y, decían, «tenían pistas» sobre un personaje (traficante) que poseía, al menos, un centenar de estos libros, todos forrados en pergamino. Después de dos declaraciones en la comisaría, se pudo concluir que esa documentación había sido sustraída hacía bastante tiempo. Tras varios intentos de comunicarme con el departamento, no volví a tener noticias.

Desde la óptica presente, es incomprensible que tanto papel raro y desparramado pasara inadvertido a las autoridades o a los concienciados ciudadanos que por entonces ya reparaban en la importancia del patrimonio, y también lo es que se no se dispusieran los medios para su recogida y traslado a dependencias municipales de inmediato. Ahora, aparecen en Internet subastas de esa misma documentación. De la última, por valor de 1.500€, advertí al Ayuntamiento y formulé una petición por escrito a la Alcaldía: no he vuelto a tener noticias. Así que los documentos del Bazán seguirán buscando acomodo en las estanterías de los coleccionistas.

Sería de necios negar que el Archivo Municipal —la parte histórica— es, hoy en día, el resultado de sus rapacerías más que el de sus agregaciones. Pero no todo es histórico, ni mucho menos; el archivo consta de más de 100.000 unidades de instalación (cajas, legajos, cajones) distribuidas en cinco depósitos, cuatro de los cuales presentan unas condiciones de habitabilidad y «almacenaje», al menos, poco «adecuadas». Y esa documentación requiere de estudio y organización, según criterios archivísticos, para poder prestar el servicio que corresponde a los ciudadanos y al propio Ayuntamiento: no se la puede discriminar en favor de información histórica porque aún tiene valor administrativo y porque puede llegar a constituirse ella misma en fuente para la historia.

Pero no acaba esta retahíla de desahogos. El día que tomé posesión como «encargado de archivo» resultó ser uno de los momentos más frustrantes de mi vida. Y desconsoladores los siguientes cuando comprobé el lugar (un sótano sin ventilación ni renovación de aire en el que permanecí casi doce años); cuando verifiqué el estado de organización de aquellos fondos; cuando visité por primera vez el edificio San José (C/ Vázquez Clavel), en donde fermentaba una buena cantidad de papeles de mediados del siglo XX y en donde las ratas campeaban sin estorbos. Un local ponzoñoso —en donde la profesora Lucía Prieto llevó a cabo gran parte de la investigación para su tesis— que logramos desalojar, con el coche de quien suscribe, avanzados los años 2000. En 2006, el delegado de Cultura de la Comisión Gestora tomó la decisión de trasladar el Archivo Histórico al Cortijo Miraflores; un avance en la dignificación de la dependencia peor atendida del Ayuntamiento.

Pero, con tener prestancia, el Cortijo no tiene capacidad y solo contiene un 2% aproximadamente de la documentación que constituye el Archivo Municipal. Así que la realidad nos muestra una cara muy áspera, porque la casi totalidad del archivo se ha convertido en un almacén de formidables dimensiones; ni caso ni conciencia. Desde que estoy al frente, solo se ha convocado una plaza de auxiliar de archivo y todos los trabajadores provienen o de la administración general o de la plantilla de laborales. Ninguno especializado en la materia. Sin embargo, han ejercido las funciones que les corresponden con una eficacia y dedicación encomiables; se está ofreciendo, creo, un más que notable servicio. Es imposible recriminar actuación alguna a este personal. Que no se engañe nadie: el archivo es un modelo de desidia, no «el mejor dotado de la provincia para los fondos de que dispone».

Hoy, con una drástica reducción de trabajadores, sirve casi exclusivamente a la Delegación de Urbanismo; apenas se llevan a cabo tareas de organización y la atención al público y a las dependencias sufre una espera intolerable. Por otro lado, las distintas oficinas transfieren sus archivos administrativos y, sobra decirlo, es impensable organizar o controlar estas remisiones de documentación «a granel». Así las cosas, el Ayuntamiento de Marbella, en lugar de tener un gran archivo, ha permitido que prospere el mejor almacén de papeles de la provincia.

Con lo dicho, me parece impenetrable que haya profesionales de la investigación que se pongan conscientemente a escribir que los avances en el patrimonio documental se produjeron a raíz de un trabajo becado, de un traslado al Cortijo Miraflores y de dos ciclos de conferencias organizadas y promovidas por el propio Archivo («A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», del 15 de diciembre de 2021), o que «el patrimonio documental de Marbella ha sido, sin duda, el más afortunado». No hacía falta semejante apoyo. Si se trata de defender el resto del patrimonio de la ciudad, hágase, que bien falta le hace, pero no a costa de entorpecer —con una velada artillería nada inocente de afirmaciones— las justas reclamaciones de trabajadores que, en condiciones muchas veces insalubres, dedican sus días a preservar y servir los papeles municipales.

Por Francisco de Asís López

Archivero municipal de Marbella

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